Hoy me acordaba de la noche que conocí al joven más hermoso que transita por Madrid -concretamente, por las calles de Malasaña-: Fernando. Su nombre señorial no es siquiera una muestra de su planta; espaldas anchas, hombros rectos, torso marcado, piernas delgadas, culo prieto. ¡Y qué decir de sus negros ojos, su boca amplia, sus dientes blancos y pequeños…! Es una de esas personas que provoca giros de cuello a todos los géneros. Más de uno ha debido dislocarse algo tras su paso.
Lejos de todo pronóstico y nunca jamás repetido, el apuesto y señorial caballero se acercó –completamente beodo, obviamente- en un momento de descuido a ésta que lo cuenta insinuando deseo y necesidad de contacto. El asunto fue bien –magreos y morreos del JoseAlfredo al Nasti- hasta que lanzó la pregunta: “¿Vamos a mi casa?”.
Excitada y horrorizada al mismo tiempo, me arrepentí más que nunca de no haber hecho uso de la cera, la epilady e incluso la cuchilla un poco antes de salir. Un simple gesto –seguido de dolor, picores, granitos y rojeces- no acontecido me había jodido un polvo de ésos que se prodigan, de ésos que, cuando te vuelves a encontrar al tipo en cuestión, los que te rodean preguntan: “¿De verdad que a ése te lo has tirado tú?”.
Él insistía y yo sudaba tinta mientras le explicaba que no podía, que al día siguiente tenía un bautizo y que tenía que dormir en mi casa. “Hombre, no hace falta que te quedes a dormir si no quieres…”. Cada cosa que decía lo ponía más difícil. ¿Cómo coño le explicas a alguien que no puedes follar porque pareces Chewaka? Yo repetía todo el tiempo “Si quieres, te dejo mi teléfono y mañana quedamos para cualquier cosa”. Pero mañana nunca es ahora y al hijodeputa del macizo number one le picaba en ese momento.
Creo que ésta es la vez que más cerca he estado de acostarme con un bombón de ese calibre, y también la que estuve apunto de amputarme las piernas y ponerme unas de madera. Aunque seguro que, milagrosamente, crecería vello sobre el barniz.